lunes, 16 de enero de 2012

Tres maneras de filmar las palabras


1. En Un método peligroso, David Cronenberg vuelve a despegar los personajes del fondo (como ya hizo en Una historia de violencia). Esto le sirve para trabajar la composición de los planos, colocando los personajes en el cuadro según sus momentos vitales, según los vínculos que establecen entre ellos. Un método peligroso puede parecer una película muy hablada, pero resulta más interesante por todo aquello que permanece bajo la superficie (en una idea muy propia del psicoanálisis): la sombra amenazante del nazismo –en un fuera de campo parecido al de La cinta blanca– o las relaciones de poder –y de influencia– del triángulo protagonista, dibujadas a través de la disposición de cada uno de ellos en el cuadro.

2. En Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher aprovecha las distintas líneas del relato para imprimir un ritmo distinto al de la cinta original. En cierta manera, se sirve del mismo recurso que en La red social (otra película hablada): las palabras abren las puertas del flashback, una de las múltiples capas del entramado dispuesto por Fincher. Tanto en Millenium (con el colorido relato del viejo Henrik) como en La red social (con los testimonios de los demandantes), las declaraciones sirven a Fincher para dar la vuelta a la linealidad del relato.

* Por otro lado, y respecto a la cinta original, resulta muy interesante la escena final de Millenium, que recupera el cierre del libro. La secuencia se apoya en el plano de la chica del tatuaje, que contempla al periodista con su amante: el dolor que Stieg Larsson describe con gruesas palabras termina por mostrarse en un sencillo pero sentido plano contra plano.

3. Me gustan las maneras de Alexander Payne a la hora de dirigir una película sobre la imposibilidad de la comunicación y del diálogo como Los descendientes. De entrada, tiene un protagonista obsesionado con qué se dice (“watch your language”, insiste a sus hijas). Aunque no sean las mejores escenas de la película en cuanto a puesta en escena, resultan cruciales estas dos: el momento en que no puede más que preguntar a su esposa, que está en coma tras un accidente, los porqués de su infidelidad; y la secuencia en que echa, suavemente, a una mujer que está gritando a la esposa. Incluso cuando el diálogo resulta imposible, el protagonista insiste no sólo en hablar sino en valorar el dolor que pueden causar las palabras. Se trata de una figura que tiene su reverso en el hombre casado con quien la esposa tuvo un affaire, mezquino justamente por su incapacidad de comunicar. Ese personaje desaparece, pues vive alejado de la sinceridad y de la generosidad de las palabras.

Los descendientes es una película sobre la imposibilidad del diálogo: la esposa no habla porque está en coma, el hombre casado no lo hace porque no quiere. El protagonista desea entender, necesita que le den explicaciones; pero, a la postre, el trayecto vital y la recuperación se basan en la acción. Por eso me gusta la manera en que Payne trabaja sobre las palabras: resultan necesarias para que sobresalgan lo físico y los momentos de pausa –la niña que grita dentro del agua o el protagonista corriendo–. Entre ellos está un plano en que la cámara se eleva mientras él permanece en el suelo del patio. En la escena anterior hemos oído como pedía a los amigos de su mujer que fueran a verla, que se despidiesen. Esas palabras se solapan con la imagen de él, solo en el jardín. No hace falta mucho más para saber qué piensa: que el hombre que estuvo con su esposa también debería despedirse. Un pensamiento que supone una nueva forma de generosidad y una muestra de cómo, con el silencio, Payne logra darle importancia a las palabras.

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